Desde la restauración de la democracia en España, se han sucedido siete leyes diferentes (tres generales y cuatro parciales) que han intentado ordenar el sistema educativo español con el resultado que la última entrega del Informe PISA ha revelado: esas leyes han sido un fiasco y no han servido para elevar la calidad de la enseñanza en nuestro país, manteniéndonos en la medianía del ranking educativo entre los países desarrollados.
Algo falla, y no es cuestión de banalizarlo, cuando no sabemos educar ni preparar adecuadamente a las futuras generaciones que han de enfrentarse, como país, a los retos y exigencias de un mundo moderno, complejo y globalizado.
Algo hacemos mal si no somos capaces de ponernos de acuerdo en un asunto tan crucial para todos. Porque la educación no es un servicio público más del Estado de Bienestar que puede ver aumentar o disminuir su dotación presupuestaria según las circunstancias económicas o las conveniencias contables del momento.
La instrucción pública es una estrategia pedagógica sostenida que dota de conocimientos a las nuevas generaciones para afrontar, individual y colectivamente, los desafíos que plantea un entorno competitivo como el que vivimos. Se trata de un proyecto permanente de futuro y, como escribe el periodista Ignacio Camacho en su columna de ABC, “de evolución y de progreso”.
Por tal motivo, la política educativa no puede ser algo coyuntural ni sectario, sino un asunto estructural que debe mantenerse al margen de los vaivenes ideológicos de los partidos que se alternan en el poder. Es, por ello, inconcebible que cada vez que cambie el gobierno de turno se modifique la ley educativa para adaptarla al ideario e intereses del recién llegado al Gobierno.
Sin embargo, eso es exactamente lo que ha acontecido con la política educativa de España desde que vivimos en democracia: se han elaborado leyes que han ocasionado que el sistema educativo español sea errabundo, con bandazos adoctrinadores, inútil en sus objetivos y frustrante para alumnos, padres y profesores.
Como hijo de profesor y padre de profesora, me interesa la problemática educativa del país en que vivo, no sólo por esa herencia que a través de mí se proyecta hacia al futuro, sino también por mi condición particular de haber impartido numerosas charlas en institutos y, fundamentalmente, como abuelo preocupado por el porvenir de sus nietos. Aun careciendo de tales ligazones, sería conveniente mayor interés e inquietud ciudadana por las dificultades educativas que afectan a nuestros hijos y determinan el modelo de sociedad, la capacidad de desarrollo y de progreso a que aspiramos como país.
La educación no es, en ningún caso, un asunto baladí y no debería estar enfocado exclusivamente a satisfacer los requerimientos laborales del mercado. Va más allá de todo eso al representar la inversión de futuro de la nación y ser la única herramienta eficaz que posibilita el progreso a través del conocimiento.
Se trata, por tanto, de un asunto de Estado y como tal ha de abordarse, obviando actitudes dogmáticas e intereses particulares (religiosos, mercantiles, etc.), con el fin de alcanzar ese gran pacto nacional que convierta la educación en la puerta de acceso al futuro prometedor que todos merecemos en España.
Desde la LGE del tardofranquismo hasta la LOMCE, pasando por la LOGSE, la LOE y demás experimentos legislativos, no hemos conseguido más que aburrir al profesorado y desmotivarlo en el ejercicio de una profesión que tiene mucho de vocación y exige una gran dedicación para insuflar en los alumnos la avidez por la sabiduría.
Leyes que los alumnos han soportado como víctimas que pagan con deficiencias formativas y frustraciones vitales cada cambio curricular, cada ratio diferente, cada nuevo modelo de evaluación, cada disminución de ayudas y becas y, en definitiva, cada obstrucción a su derecho a la educación.
Y un malestar creciente en padres que asisten alarmados a la imposibilidad de ofrecer a sus hijos, gracias a la educación, un futuro mejor que el que ellos han tenido ni mayores posibilidades de progreso por causa de unos estudios que la sociedad no valora como es debido, hasta el extremo de que una gran parte de la generación mejor formada no vivirá mejor que la de sus padres con peor formación. Y todo ello es debido a un sistema educativo errabundo y sin definición a largo plazo como proyecto cultural ambicioso y estratégico para el país.
Un país que parece preferir apostar por los servicios antes que por la investigación, por el ladrillo y el turismo antes que la innovación y por amoldarse al exabrupto de Unamuno de “inventen ellos” que nos habría mantenido en una economía primaria, basada en los primeros sectores de la producción, y nos imposibilitaría el acceso al conocimiento que de verdad transforma el mundo: la investigación, la innovación, el desarrollo y la información.
Si la educación no persigue la transformación de las condiciones que lastran nuestro futuro es que no es una verdadera educación, sino un remedo para ofrecer mano de obra barata al mercado. Y ello es, justamente, lo que pone en evidencia el Informe PISA: España no cree necesaria una verdadera educación y se conforma con un sistema educativo errabundo.
Algo falla, y no es cuestión de banalizarlo, cuando no sabemos educar ni preparar adecuadamente a las futuras generaciones que han de enfrentarse, como país, a los retos y exigencias de un mundo moderno, complejo y globalizado.
Algo hacemos mal si no somos capaces de ponernos de acuerdo en un asunto tan crucial para todos. Porque la educación no es un servicio público más del Estado de Bienestar que puede ver aumentar o disminuir su dotación presupuestaria según las circunstancias económicas o las conveniencias contables del momento.
La instrucción pública es una estrategia pedagógica sostenida que dota de conocimientos a las nuevas generaciones para afrontar, individual y colectivamente, los desafíos que plantea un entorno competitivo como el que vivimos. Se trata de un proyecto permanente de futuro y, como escribe el periodista Ignacio Camacho en su columna de ABC, “de evolución y de progreso”.
Por tal motivo, la política educativa no puede ser algo coyuntural ni sectario, sino un asunto estructural que debe mantenerse al margen de los vaivenes ideológicos de los partidos que se alternan en el poder. Es, por ello, inconcebible que cada vez que cambie el gobierno de turno se modifique la ley educativa para adaptarla al ideario e intereses del recién llegado al Gobierno.
Sin embargo, eso es exactamente lo que ha acontecido con la política educativa de España desde que vivimos en democracia: se han elaborado leyes que han ocasionado que el sistema educativo español sea errabundo, con bandazos adoctrinadores, inútil en sus objetivos y frustrante para alumnos, padres y profesores.
Como hijo de profesor y padre de profesora, me interesa la problemática educativa del país en que vivo, no sólo por esa herencia que a través de mí se proyecta hacia al futuro, sino también por mi condición particular de haber impartido numerosas charlas en institutos y, fundamentalmente, como abuelo preocupado por el porvenir de sus nietos. Aun careciendo de tales ligazones, sería conveniente mayor interés e inquietud ciudadana por las dificultades educativas que afectan a nuestros hijos y determinan el modelo de sociedad, la capacidad de desarrollo y de progreso a que aspiramos como país.
La educación no es, en ningún caso, un asunto baladí y no debería estar enfocado exclusivamente a satisfacer los requerimientos laborales del mercado. Va más allá de todo eso al representar la inversión de futuro de la nación y ser la única herramienta eficaz que posibilita el progreso a través del conocimiento.
Se trata, por tanto, de un asunto de Estado y como tal ha de abordarse, obviando actitudes dogmáticas e intereses particulares (religiosos, mercantiles, etc.), con el fin de alcanzar ese gran pacto nacional que convierta la educación en la puerta de acceso al futuro prometedor que todos merecemos en España.
Desde la LGE del tardofranquismo hasta la LOMCE, pasando por la LOGSE, la LOE y demás experimentos legislativos, no hemos conseguido más que aburrir al profesorado y desmotivarlo en el ejercicio de una profesión que tiene mucho de vocación y exige una gran dedicación para insuflar en los alumnos la avidez por la sabiduría.
Leyes que los alumnos han soportado como víctimas que pagan con deficiencias formativas y frustraciones vitales cada cambio curricular, cada ratio diferente, cada nuevo modelo de evaluación, cada disminución de ayudas y becas y, en definitiva, cada obstrucción a su derecho a la educación.
Y un malestar creciente en padres que asisten alarmados a la imposibilidad de ofrecer a sus hijos, gracias a la educación, un futuro mejor que el que ellos han tenido ni mayores posibilidades de progreso por causa de unos estudios que la sociedad no valora como es debido, hasta el extremo de que una gran parte de la generación mejor formada no vivirá mejor que la de sus padres con peor formación. Y todo ello es debido a un sistema educativo errabundo y sin definición a largo plazo como proyecto cultural ambicioso y estratégico para el país.
Un país que parece preferir apostar por los servicios antes que por la investigación, por el ladrillo y el turismo antes que la innovación y por amoldarse al exabrupto de Unamuno de “inventen ellos” que nos habría mantenido en una economía primaria, basada en los primeros sectores de la producción, y nos imposibilitaría el acceso al conocimiento que de verdad transforma el mundo: la investigación, la innovación, el desarrollo y la información.
Si la educación no persigue la transformación de las condiciones que lastran nuestro futuro es que no es una verdadera educación, sino un remedo para ofrecer mano de obra barata al mercado. Y ello es, justamente, lo que pone en evidencia el Informe PISA: España no cree necesaria una verdadera educación y se conforma con un sistema educativo errabundo.
DANIEL GUERRERO