Por fin, después de diez veces gobernando de manera interina, Mariano Rajoy ha conseguido la investidura del Congreso y ha nombrado un nuevo gabinete que es una prolongación del anterior que estaba en funciones. Se trata de una continuación porque, si las posibilidades de todo Gobierno vienen determinadas por su capacidad económica y financiera, los responsables de estos departamentos tan relevantes son los mismos que ya venían estableciendo los criterios de gasto y austeridad en el anterior Ejecutivo.
Luis de Guindos, al frente del ministerio de Economía, y Cristóbal Montoro, en el de Hacienda, han sido ratificados en sus cargos con el expreso propósito de perseverar en esa política restrictiva que tan buenos frutos ha dado para el empobrecimiento de amplias capas de la población.
Del mismo modo, si los trabajadores albergaban alguna esperanza de recuperar derechos y garantías en sus trabajos, habrán recibido alborotados la permanencia de Fátima Báñez al frente de la cartera de Trabajo y Seguridad Social, siendo ella la que ha elaborado una Reforma Laboral que tan excelentes resultados en cuanto a precariedad y reducciones salariales ha cosechado.
Es decir, los grandes triunfos del “modelo Rajoy” de cargar sobre las clases medias y los obreros los costos de una supuesta recuperación que sólo beneficia a los bancos, grandes empresarios y acaudalados de la sociedad, serán conservados como meta prioritaria por el ¿nuevo? Gobierno que acaba de jurar sus cargos.
Manteniendo intacta la estructura económica y laboral, básica para ese modelo neoliberal de sociedad, Mariano Rajoy ha confeccionado un Ejecutivo en que los únicos retoques realizados han sido simplemente cosméticos, de cara a la galería interna de su partido, con objeto de soltar el lastre de aquellos miembros impresentables y cuestionados de la vieja guardia con que se había rodeado en la legislatura anterior.
Por tal motivo, ha cesado en el Ministerio del Interior a Jorge Fernández Díaz, reprobado en el Congreso de los Diputados por unas escuchas ilegales y sempiterno condecorador de vírgenes y cofradías; a Pedro Morenés en Defensa, quien resultaba incompatible por sus negocios en la industria armamentística; y a José Manuel García-Margallo, en Exteriores, cartera que apenas ha servido para elevar y potenciar la presencia de España en el mundo o, al menos, en su área de influencia, Europa y Latinoamérica, pero obsesivamente volcado en izar la bandera española en Gibraltar, algo que quita el suelo a las poblaciones de ambos lados del istmo fronterizo del Peñón.
Los demás cambios en el Gobierno se han producido, fundamentalmente, para compensar los equilibrios de fuerza que se producen entre el partido y el Gobierno, donde Dolores de Cospedal, como secretaria general del Partido Popular, y Soraya Sáenz de Santamaría, como vicepresidenta del Gobierno, intentan desde hace años controlar para imponer cada cual su influencia.
El inmenso poder que acumulaba Sáenz de Santamaría será contrarrestado por la incorporación de Cospedal a la cartera de Defensa y con la de un hombre de su confianza en Interior, Juan Ignacio Zoido. La vicepresidenta, en cambio, consigue que otro fichaje que le debe lealtad, Álvaro Nadal, asuma la cartera de Energía, Turismo y Agenda Digital.
El resto de nombramientos responde a cuotas territoriales que persiguen contentar a todos, como Dolores Monserrat (catalana) en Sanidad, e Íñigo de la Serna (cántabro) en Fomento. A ellos se añade un técnico y experimentado diplomático, además de jurista, Alfonso Dastis, al frente de Exteriores, como única novedad realmente destacable del nuevo Ejecutivo de Rajoy, con la misión de defender tras las bambalinas los intereses de España en Bruselas y evitar los castigos y reprimendas que puedan emprenderse ante los reiterados incumplimientos en materia económica (déficit) y social (cuota de refugiados), entre otros compromisos.
Si el mensaje que se quería transmitir con la composición del nuevo Gobierno era de continuidad, se ha acertado completamente. Lo que caracteriza a este Ejecutivo, que mantiene el mismo número de carteras que el anterior (13) y en el que figuran cinco mujeres junto a ocho hombres, sin contar a Rajoy, es la continuidad con la que se quiere insistir en unas políticas que son contestadas en la calle y, ahora, también desde el Parlamento, donde no goza de mayoría.
Los nuevos rostros no aportan ningún “plus” a favor del diálogo más que en la retórica y no en los estilos o los talantes. Con ellos, el Gobierno permanecerá prácticamente en funciones, dedicado a defender a ultranza la herencia de austeridad y recortes que recibe del anterior, mientras Rajoy se dedica a reflexionar acerca de cuándo le conviene convocar nuevas elecciones por las dificultades con las que ha de enfrentarse en un Parlamento que le discute hasta el saludo.
Este ¿nuevo? Gobierno nace con voluntad de ser interino y con el evidente objetivo de poner parches que permitan sortear la encrucijada hasta que convenga convocar anticipadamente a urnas. En este aspecto, el Gobierno es transparente, al menos, en su intencionalidad. Menos da una piedra.
Luis de Guindos, al frente del ministerio de Economía, y Cristóbal Montoro, en el de Hacienda, han sido ratificados en sus cargos con el expreso propósito de perseverar en esa política restrictiva que tan buenos frutos ha dado para el empobrecimiento de amplias capas de la población.
Del mismo modo, si los trabajadores albergaban alguna esperanza de recuperar derechos y garantías en sus trabajos, habrán recibido alborotados la permanencia de Fátima Báñez al frente de la cartera de Trabajo y Seguridad Social, siendo ella la que ha elaborado una Reforma Laboral que tan excelentes resultados en cuanto a precariedad y reducciones salariales ha cosechado.
Es decir, los grandes triunfos del “modelo Rajoy” de cargar sobre las clases medias y los obreros los costos de una supuesta recuperación que sólo beneficia a los bancos, grandes empresarios y acaudalados de la sociedad, serán conservados como meta prioritaria por el ¿nuevo? Gobierno que acaba de jurar sus cargos.
Manteniendo intacta la estructura económica y laboral, básica para ese modelo neoliberal de sociedad, Mariano Rajoy ha confeccionado un Ejecutivo en que los únicos retoques realizados han sido simplemente cosméticos, de cara a la galería interna de su partido, con objeto de soltar el lastre de aquellos miembros impresentables y cuestionados de la vieja guardia con que se había rodeado en la legislatura anterior.
Por tal motivo, ha cesado en el Ministerio del Interior a Jorge Fernández Díaz, reprobado en el Congreso de los Diputados por unas escuchas ilegales y sempiterno condecorador de vírgenes y cofradías; a Pedro Morenés en Defensa, quien resultaba incompatible por sus negocios en la industria armamentística; y a José Manuel García-Margallo, en Exteriores, cartera que apenas ha servido para elevar y potenciar la presencia de España en el mundo o, al menos, en su área de influencia, Europa y Latinoamérica, pero obsesivamente volcado en izar la bandera española en Gibraltar, algo que quita el suelo a las poblaciones de ambos lados del istmo fronterizo del Peñón.
Los demás cambios en el Gobierno se han producido, fundamentalmente, para compensar los equilibrios de fuerza que se producen entre el partido y el Gobierno, donde Dolores de Cospedal, como secretaria general del Partido Popular, y Soraya Sáenz de Santamaría, como vicepresidenta del Gobierno, intentan desde hace años controlar para imponer cada cual su influencia.
El inmenso poder que acumulaba Sáenz de Santamaría será contrarrestado por la incorporación de Cospedal a la cartera de Defensa y con la de un hombre de su confianza en Interior, Juan Ignacio Zoido. La vicepresidenta, en cambio, consigue que otro fichaje que le debe lealtad, Álvaro Nadal, asuma la cartera de Energía, Turismo y Agenda Digital.
El resto de nombramientos responde a cuotas territoriales que persiguen contentar a todos, como Dolores Monserrat (catalana) en Sanidad, e Íñigo de la Serna (cántabro) en Fomento. A ellos se añade un técnico y experimentado diplomático, además de jurista, Alfonso Dastis, al frente de Exteriores, como única novedad realmente destacable del nuevo Ejecutivo de Rajoy, con la misión de defender tras las bambalinas los intereses de España en Bruselas y evitar los castigos y reprimendas que puedan emprenderse ante los reiterados incumplimientos en materia económica (déficit) y social (cuota de refugiados), entre otros compromisos.
Si el mensaje que se quería transmitir con la composición del nuevo Gobierno era de continuidad, se ha acertado completamente. Lo que caracteriza a este Ejecutivo, que mantiene el mismo número de carteras que el anterior (13) y en el que figuran cinco mujeres junto a ocho hombres, sin contar a Rajoy, es la continuidad con la que se quiere insistir en unas políticas que son contestadas en la calle y, ahora, también desde el Parlamento, donde no goza de mayoría.
Los nuevos rostros no aportan ningún “plus” a favor del diálogo más que en la retórica y no en los estilos o los talantes. Con ellos, el Gobierno permanecerá prácticamente en funciones, dedicado a defender a ultranza la herencia de austeridad y recortes que recibe del anterior, mientras Rajoy se dedica a reflexionar acerca de cuándo le conviene convocar nuevas elecciones por las dificultades con las que ha de enfrentarse en un Parlamento que le discute hasta el saludo.
Este ¿nuevo? Gobierno nace con voluntad de ser interino y con el evidente objetivo de poner parches que permitan sortear la encrucijada hasta que convenga convocar anticipadamente a urnas. En este aspecto, el Gobierno es transparente, al menos, en su intencionalidad. Menos da una piedra.
DANIEL GUERRERO