“Apenas quedan mujeres como las de antes”, decía Pérez-Reverte en un artículo hace casi una década. Con el título de Lamentarse, le tocaba a Juan Navarro escribir para este diario digital la última pérez-revertada que he tenido que leer en la Red. No me molesta mucho que las palabras de Navarro puedan tener un toque en la línea del individuo intelectualoide mencionado anteriormente, que tan aceptado parece estar en la sociedad española. Lo que realmente me indigna –como joven, como estudiante pre-parada pero, sobre todo, como mujer– es el tono machista y misógino que se esconde detrás de esta crítica que el autor hace a una generación, en su opinión, generalmente pasiva.
El autor se arma de palabras para hablar de una generación a la que no pertenece y desde una posición privilegiada. Dispara contra mi generación, de hombres y mujeres jóvenes, con piropos como “que solo sirven para quejarse y lamerse las heridas”. Y yo no puedo no enfadarme con él, acusando de pasivos a mis coetáneos, con los que comparto problemas y luchas e, incluso, la conciencia de saber que muchos de ellos lidian con problemas psicológicos; porque desde muy pequeños nos enseñaron que si nos esforzábamos –estudiando o decidiendo no hacerlo– llegaríamos lejos. Y algunos lejos están: a muchos kilómetros de donde quisieran.
Déjenos a los jóvenes lamentarnos; déjenos llorar, caer, sentir que no podemos. No queremos ni pretendemos que ustedes nos entiendan, porque nos tenemos a nosotros mismos para levantarnos. Solo quien ha vivido nuestras desilusiones, nuestros desvelos, nuestras penas, nos da el espacio y el tiempo necesario para reconstruirnos como el Ave Fénix. Pero, por favor, no utilice los problemas de la juventud de hoy en día para servirnos un discurso machista y misógino.
Déjenos a las mujeres lamentarnos; déjenos quejarnos, enfadarnos, gritar, sentir que merecemos más. Porque merecemos más, y mejor. Leo una y otra vez el artículo y usted no se refiere a las personas jóvenes: se refiere a las mujeres histéricas.
Déjenos quejarnos; déjenos salir del estado de represión político, económico y social en el que llevamos desde que la vida es vida. Déjenos reivindicar nuestra individualidad, a nosotras mismas como propiedad privada de nosotras mismas.
No nos amordace si después de toda una vida encerradas en nuestra casa, encargándonos de las labores y de la crianza, ahora reivindicamos la corresponsabilidad. La corresponsabilidad es no tener que sentirse afortunada si nuestros compañeros nos ayudan en tareas que son mutuas. Es el equilibrio: entender que para que yo pueda tener una vida productiva laboral y profesionalmente nuestro compañero debe entender que la vida personal es equitativa.
Déjenos con nuestra histeria y nuestra rabia, y no venga como hombre a decirnos sobre qué sí y sobre qué no podemos quejarnos para ser unas mujeres luchadoras, "como las de antes", según usted. Queremos trabajar, queremos tener el mismo salario y no se vaya usted a pensar que no lo queremos al precio de invertir la misma fuerza y el mismo tiempo. No necesitamos igualarnos al hombre para entrar en el mercado laboral: necesitamos tener igualdad de oportunidades en el acceso y en el mantenimiento. Para ello se dejaron la piel y la garganta muchas de nuestras antecesoras.
No se invente a la verdadera mujer luchadora, a la mujer pasiva y callada atada de pies y manos al yugo del hogar y la crianza, sin derecho a decidir, como era antes. No voy a decir que ahora estamos iguales, porque puede ser peligroso para nuestra sensibilidad. Ahora hemos accedido al mundo laboral, pero seguimos atadas al hogar y a la crianza y, si nos quejamos, somos mujeres histéricas, como la mayoría de los jóvenes que no dejan de lamentarse, según usted.
Reivindico mi generación, reivindico a mi juventud pre-parada, a mis compañeros y compañeras que llevan años luchando por un puesto de trabajo digno, por salir de la precariedad. Reivindico nuestra libertad. Que nadie se piense que vivir en nuestra casa a partir de una edad es seguir en nuestra zona de confort. No queremos que nadie lidie con nuestros problemas psicológicos, pero déjenos lamentarnos con libertad.
Pero sobre todo, reivindico a mis compañeras, las mujeres, y reivindico nuestro derecho a lamentarnos, porque suficientes siglos estuvimos calladas. Disculpe mis palabras. No vine a pedir permiso: vine a lamentarme.
El autor se arma de palabras para hablar de una generación a la que no pertenece y desde una posición privilegiada. Dispara contra mi generación, de hombres y mujeres jóvenes, con piropos como “que solo sirven para quejarse y lamerse las heridas”. Y yo no puedo no enfadarme con él, acusando de pasivos a mis coetáneos, con los que comparto problemas y luchas e, incluso, la conciencia de saber que muchos de ellos lidian con problemas psicológicos; porque desde muy pequeños nos enseñaron que si nos esforzábamos –estudiando o decidiendo no hacerlo– llegaríamos lejos. Y algunos lejos están: a muchos kilómetros de donde quisieran.
Déjenos a los jóvenes lamentarnos; déjenos llorar, caer, sentir que no podemos. No queremos ni pretendemos que ustedes nos entiendan, porque nos tenemos a nosotros mismos para levantarnos. Solo quien ha vivido nuestras desilusiones, nuestros desvelos, nuestras penas, nos da el espacio y el tiempo necesario para reconstruirnos como el Ave Fénix. Pero, por favor, no utilice los problemas de la juventud de hoy en día para servirnos un discurso machista y misógino.
Déjenos a las mujeres lamentarnos; déjenos quejarnos, enfadarnos, gritar, sentir que merecemos más. Porque merecemos más, y mejor. Leo una y otra vez el artículo y usted no se refiere a las personas jóvenes: se refiere a las mujeres histéricas.
Déjenos quejarnos; déjenos salir del estado de represión político, económico y social en el que llevamos desde que la vida es vida. Déjenos reivindicar nuestra individualidad, a nosotras mismas como propiedad privada de nosotras mismas.
No nos amordace si después de toda una vida encerradas en nuestra casa, encargándonos de las labores y de la crianza, ahora reivindicamos la corresponsabilidad. La corresponsabilidad es no tener que sentirse afortunada si nuestros compañeros nos ayudan en tareas que son mutuas. Es el equilibrio: entender que para que yo pueda tener una vida productiva laboral y profesionalmente nuestro compañero debe entender que la vida personal es equitativa.
Déjenos con nuestra histeria y nuestra rabia, y no venga como hombre a decirnos sobre qué sí y sobre qué no podemos quejarnos para ser unas mujeres luchadoras, "como las de antes", según usted. Queremos trabajar, queremos tener el mismo salario y no se vaya usted a pensar que no lo queremos al precio de invertir la misma fuerza y el mismo tiempo. No necesitamos igualarnos al hombre para entrar en el mercado laboral: necesitamos tener igualdad de oportunidades en el acceso y en el mantenimiento. Para ello se dejaron la piel y la garganta muchas de nuestras antecesoras.
No se invente a la verdadera mujer luchadora, a la mujer pasiva y callada atada de pies y manos al yugo del hogar y la crianza, sin derecho a decidir, como era antes. No voy a decir que ahora estamos iguales, porque puede ser peligroso para nuestra sensibilidad. Ahora hemos accedido al mundo laboral, pero seguimos atadas al hogar y a la crianza y, si nos quejamos, somos mujeres histéricas, como la mayoría de los jóvenes que no dejan de lamentarse, según usted.
Reivindico mi generación, reivindico a mi juventud pre-parada, a mis compañeros y compañeras que llevan años luchando por un puesto de trabajo digno, por salir de la precariedad. Reivindico nuestra libertad. Que nadie se piense que vivir en nuestra casa a partir de una edad es seguir en nuestra zona de confort. No queremos que nadie lidie con nuestros problemas psicológicos, pero déjenos lamentarnos con libertad.
Pero sobre todo, reivindico a mis compañeras, las mujeres, y reivindico nuestro derecho a lamentarnos, porque suficientes siglos estuvimos calladas. Disculpe mis palabras. No vine a pedir permiso: vine a lamentarme.
MARI PAZ CLAR