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Aureliano Sáinz | La clase

Hay un blog de Miguel Ángel Santos Guerra, catedrático de Pedagogía de la Universidad de Málaga, titulado El Adarve en el que habitualmente participamos docentes de distintos niveles, aunque mayoritariamente lo suelen hacer quienes trabajan en educación Primaria y Secundaria. Cada semana aparece con un tema diferenciado, lo que resulta un verdadero milagro teniendo en cuenta que el blog lleva publicándose desde hace una década.



Uno de los temas que recientemente tuvo una participación muy amplia fue el titulado Sementeras y cosechas, en el que planteaba el paralelismo entre el agricultor que siembra esperando la cosecha y el profesor o profesora que espera que su trabajo tenga sus frutos, habitualmente a largo plazo.

Dado que, en mi caso, he llevado a lo largo de mi vida profesional dos trabajos distintos, como arquitecto y como profesor universitario, di mi visión personal de los frutos que se recogen sea en una profesión o en otra.

En esta ocasión, dentro de la sección Negro sobre blanco, quisiera aportar el escrito que le remití a este gran amigo, de modo que lo encajaré entre dos fotografías tomadas de una de las aulas de prácticas de Educación Artística de la Facultad de Ciencias de la Educación en la que trabajo.



“Recuerdo, Miguel Ángel, que en los debates que manteníamos contigo hace años en los cursos de doctorado allá en Málaga, salió el tema de fondo que planteas en esta ocasión.

Puesto que yo había trabajado en dos profesiones distintas, como arquitecto y profesor universitario, comenté que comprobaba que los resultados del trabajo que uno hubiera realizado (las cosechas, se indica metafóricamente en el artículo) eran bien diferentes según el tipo de actividad.

Por mi parte, indicaba que el resultado de un arquitecto era palpable, visible, pues los proyectos terminados como edificios podían contemplarse y mostrarse a los demás. Sobre esto, apunté que con amigos que visitaban Sevilla, ciudad en la que teníamos el estudio varios compañeros, al pasar por el centro, les invitaba a cruzar por una estrecha calle peatonal en la que se encontraba un pequeño bloque de viviendas que había sido el primer proyecto realizado, al que, lógicamente, le tenía un especial cariño.

Sin embargo, la labor docente era un proceso continuo que no acababa, como en el caso del ejemplo que he puesto, en un momento determinado (a menos que se considere el final del curso como el cierre o final del trabajo, y el comienzo del nuevo curso como el inicio de otro proyecto). Por otro lado, el resultado no es palpable o visible, pues se trabaja con personas, en el que las ideas, conocimientos, valores, comportamientos, actitudes… son los “materiales” con los que nos manejamos, lo que conlleva que no haya una ‘cosecha’ de frutas o de cereales, sino saberes, emociones y reconocimientos por parte de los receptores (aunque sean distantes en el tiempo).

Ya que tu artículo está cargado de metáforas que son comprendidas por quienes aman esta profesión, estoy seguro que si otro tipo de docentes lo leyera le sonaría a “música celestial”, que es muy bonita pero que no pisa la verdadera y dura realidad.

Y es que, como bien se apunta en el mismo, se habla de educadores. Sobre esto me pregunto: ¿Todos los que trabajan en la enseñanza son educadores? ¿Todos esperan esas cosechas que se nombran en el texto?

Me temo que no, que hay gentes que llegan a este trabajo para, fundamentalmente, ganarse el sustento. No le preguntes por vocación, inclinación, amor o disfrute; esas cosas no están dentro de sus mentes.

¿Entonces cómo podemos llamarles? Ciertamente deben tener el título académico exigido, por lo que, de modo general, podemos hablar de docentes; pero, desde la perspectiva de la que hablamos, podríamos diferenciar entre educadores y enseñantes.

El enseñante, que puede cumplir correctamente las normas, tiene como meta transmitir los conocimientos que se le pide que lleguen al alumnado.

¿No tienen otros horizontes más allá de ganarse el sustento? Sí que los hay: ocupar ciertos cargos que les den poder (no estoy en absoluto en contra de ocupar cargos); ir avanzando en el rango académico (no estoy en contra de avanzar en ámbito académico); enfocar la enseñanza como una competición hacia “la excelencia” (no estoy en contra de motivar a los alumnos para que logren lo mejor de sí mismo); centrarse en los mejores y que se las apañen los que no alcanzan los niveles más altos, a pesar del esfuerzo que hacen; etcétera, etcétera.

Puesto que me considero profesor-educador, y a pesar de que me siento algo incómodo poniendo ejemplos personales (pero es que son los mejores que conozco), voy a citar uno que me llenó de enorme alegría y que siempre lo tendré presente.

A principios de este curso recibí un correo de un antiguo alumno que lo tuve en segundo curso, quien, tras presentarse, me pedía que por favor le dirigiera el Trabajo Fin de Grado, puesto que se veía en una situación bastante desesperada.

Resulta que su tutor, al que conozco, no le había atendido en absoluto y en las dos convocatorias había sido suspendido y comprobaba que ahora nadie querría ser tutor de él, viendo ya que su promoción estaba fuera de la Facultad, sin que pudiera enlazar con los que se encontraban estudiando.

Puesto que le recordaba, y sabiendo que era buena persona pero no muy brillante como estudiante, le cité en mi despacho. Tras recibirle, me explicó su situación.

“Daniel, ¿por qué no me pediste en su momento que te dirigiera el Trabajo Fin de Grado, cuando tu hermana, que también era alumna mía, sí lo hizo y presentó muy buen trabajo?”, le indiqué. “Esa misma pregunta es la que yo estuve haciéndome tiempo atrás”, me respondió.

“Bueno, voy a ser tu tutor y te aseguro que aprobarás. Te voy a acompañar en este nuevo trabajo, junto a tu compañera Ana María, que la conoces y sabes que se atrancó en una asignatura que, por fin, ha superado. Pero debes prometerme que seguirás puntualmente todas las indicaciones y vendrás a todas las convocatorias”. Me afirmó que sí, que cumpliría todo lo que le indicara.

Dado que Daniel y Ana María tenían una gran inseguridad en ellos mismos, y puesto que las defensas de los TFG son públicas, cuando llegó el momento del examen extraordinario de marzo, les indiqué que allí estaría presente, en cada uno de sus tribunales, para que sintieran confianza y seguridad al verme cada uno a su lado.

Las calificaciones que tuvieron fueron muy altas, muy por encima de las que habían nunca obtenido.

Nunca se me olvidará el rostro de alegría de ambos al conocer los resultados y el agradecimiento que me mostraron. Sabían que habían superado la prueba que se les hacía tan difícil y que ya contaban el título.

Quisiera cerrar indicando que he dirigido muchas tesis doctorales, muchos trabajos fin de grado. De todos mis antiguos doctorandos he recibido la gratitud y el cariño por haberles acompañado en sus tesis; pero estoy seguro que Ana María y Daniel siempre me recordarán y yo les recordaré a ellos, pues quien ama este trabajo, y no es meramente enseñante, debe prestar su tiempo y su apoyo a quienes lo necesitan, no solo a los más destacados de la clase”.



Días después de escribir esta carta, tuve una experiencia muy grata, que supone otra manifestación de los frutos que pueden palparse en este trabajo paciente que es formar en conocimientos y valores a las nuevas generaciones.

A finales del pasado mes de abril, y en una de las asignaturas de segundo curso de Magisterio, quedé con los alumnos y alumnas en recogerles los trabajos de investigación que habían realizado en los colegios, al tiempo que en la última clase que tendrían conmigo les presentaría al profesor (bastante más joven que yo) que se encargaría a partir de ese día de lo que quedaba de la materia hasta finalizar el curso.

Mientras les recogía los trabajos, algunos me preguntaban por qué yo no continuaba hasta el final, dado que íbamos tan bien. Les manifesté que a mí me gustaría acabar con ellos la asignatura, pero que se había establecido con anterioridad que la parte final fuera dada por ese compañero.

Cuando acabé de aclarar sus dudas pendientes, me despedí de ellos y les deseé todo lo mejor. Lo que no me esperaba es que en el momento en el que me dirigía a la puerta me despidieran con una cerrada ovación.

Nunca me había acontecido, nunca me había sucedido nada parecido, pues siempre había procurado que quien me sustituyera comenzara su parte sin mi presencia. Sinceramente, me emocionó enormemente ese reconocimiento colectivo de la clase al trabajo realizado, especialmente en este curso en el que dupliqué mis esfuerzos para que salieran bien formados en todas las facetas que podíamos abarcar.

Y es que, en ocasiones, los frutos del trabajo que se obtienen en la clase son improvisados, totalmente inesperados, surgiendo como esas plantas de crecimiento rápido que tras la abundante lluvia de primavera brotan casi de manera espontánea. Son los frutos que te hacen renovar la fe en un trabajo complejo, arduo y difícil, pero que te llenan de alegría cuando palpas que ha merecido la pena dedicarle lo mejor de ti mismo.

AURELIANO SÁINZ
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