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J. Delgado-Chumilla | Amor y ácaros por escrito

Solías decirme que debía tomarme las cosas con más calma. Ahora lo estoy haciendo. "Confío en que alimentarás bien a nuestro cachorro", me pediste en una súplica mal disimulada detrás de tu finiquito. Pues bien, era mi amigo y ayer le hice la eutanasia. He resucitado al pirata Barba Roja y lo he vuelto a matar. La he pagado con él. Para volver a quedarme solo. No quiero compañía: ni ídolos, ni enemigos, ni sombras. No quiero a nadie a mi lado.



Me siento un iluso por seguir usando armas de fogueo y por no dejar de mover la diana para evitarme un cara a cara con la muerte. Te enciendo una vela y todo parece polvo de oro a mi alrededor. Pero son ácaros esparcidos del cometa que un día fuimos.

Tengo el vello de punta junto al campo de trigo donde hacías equilibrismo. Me abrazo a la pared de la cascada para sentir tus besos. Mi mirada muere en el techo, en la huída alocada de unos ñus africanos. Un helicóptero sobrevuela el cielo y los pájaros se llenan de mis voces. Buscándote. Observo las manos del pianista pero no acierto a escuchar música alguna porque todo permanece amputado, incompleto.

Desempolvo nuestra vieja cabaña de ripia y muebles franceses del XIX. Ruge el monstruo tras cualquier puerta. Sostengo como un idiota un bol con palomitas y me parece estar escuchando la orden seca de un comandante. "Con un tiro basta", me dice.

"Como si fuera tan fácil", contesto. Unos ladrones se han ido llevando poco a poco la Historia que tejimos juntos. Aquellas cenizas de lo nuestro se convierten hoy en una vieja carta que no alcanzo a leer. Buscar ese tiempo pasado es buscar los huesos invisibles del tiburón. Con cada gota de lluvia escribo la palabra "home" en tu pecho desnudo. Y en cada gota de lluvia escucho el acordeón de un hermoso pastel de cumpleaños.

Busco alguien a quien culpar. De nada me sirve y la tomo conmigo mismo. Mi respiración va a pie y, a veces, a caballo. El centinela que soy se vuelve escarabajo de doble capa. Y acabo por derrumbarme en el baño. Y me despierto furioso, asustado, con ese sueño recurrente donde tú y yo damos vueltas y el auditorio aplaude al Carnicero. Y yo pretendo devolverle la vida a la pistola para acabar pudriéndome con las calles podridas.

La abuela pinta grafitis con la pupila. Su sonrisa está congelada. Está rodeada de relojes por todos lados. De relojes de sangre caliente y de bailarines y contorsionistas en su propio circo de fieras. Un loro histérico no deja de repetir que todos estamos en la misma tumba. La abuela se aferra a las pulgadas de su televisor, a la inteligencia de su única luz. Pregunta inocentemente: ¿la guerra ha acabado ya? Y comienza a desvariar, que si el pim pam pum, que si la mierda de los despachos. Y el loro irrumpe silbando marchas militares. Su compañía no me sirve.

¿Recuerdas aquella tarde? Sí, en la costa. El lento amerizaje de la gaviota sobre ese mar que pule sus cristales. La carne en la barbacoa, la sandía sangrando en tus labios, fresas, leche condensada, tú y yo, acariciando nuestros torsos, dislocando las mandíbulas sobre un mundo de casitas de muñeca. El amanecer fue oportuno pues nuestra noche de cuento no había hecho más que empezar.

Te pusiste contra aquel paredón junto al camino. Encendí los faros y bailaste. Aquel tipo que tocaba el violín sin violín. Aquel otro tipo que echaba humo por la boca. Aquel fantasma al que le hubiese ido bien una mano de pintura. ¿Recuerdas? "Las flores que se saben rejas y las rejas que quisieron verse flor", me dijiste con melancolía.

Recorrimos la madrugada y el amanecer. ¿Recuerdas a aquellas monjas africanas que reían como niñas, confundiéndose a veces con el pan recién hecho? Desayunar juntos. ¿Y qué harías si volvieras a verme? ¿Qué tienes pensado hacer hoy? Cuántas preguntas para un único mapa desorientado.

Hoy he ido a verte. Las tumbas están cubiertas de nubes y de otoño. Los ojos del lobo están mirándome en un teatro solitario. El cementerio es una sala de cine vacía donde los ángeles de piedra lloran musgo y el Titanic aparece y desaparece a su antojo. Un viejo acaba de ingresar a su catre y rapea bajo su nicho.

Tu pelo mojado. Lo retiro de la cara y lloras. Y te cubres la frente con tus manos. "Tengo cáncer, estoy asustada". Observas tu tumba y escribes sobre la lápida: "Mujer caucásica. Lexatin, Orfidal, Valium".

"Tú eres más que eso. Nunca te rendiste, eres la persona más valiente que he conocido jamás". Despierto de un día más. De un día menos. Mi cama está inundada por la niebla de los antiguos teatros. Corro tras el telón, no logro alcanzarlo, tiene demasiados carriles. Y compruebo que tengo un gran espacio detrás de un gran abrigo de pieles donde podría esconderme a hibernar la vida.

Te enciendo otra vela.

El gas conmueve a la llama. Y la llama se parte en dos. Una manta doblada, una embarazada llenando de aire un palacio. Una pecera vacía, esperando las lágrimas, la resurrección de los muertos, la asfixia de los astronautas.

Estoy sentado sobre mi ataud y las nubes pasan en carrera. Mezcladas de azules con amarillos. ¿Qué calavera estoy sujetando con mis manos? ¿A qué cabeza de ciervo dirijo mis preguntas sin sentido? El caballito de madera se ríe solo. Yo me balanceo solo.

Paseo por entre la ropa tendida y aún húmeda. Está anocheciendo y una anguila baila con el atardecer de unas acuarelas traviesas. Querría traerme la luna rociando con ginebra sobre una tumba a la que algunos llaman nieve. Y otros, "comienzo".

He puesto dos coladas con tu ropa limpia. Necesito olerte una vez más. A la vez, siento que me acarician esas almas que están a punto de reencarnarse en el desorden de las estrellas, en ese cielo al que nunca presté atención y donde tal vez se esconda la inmensidad del amor. Reencarnarme en aquella última vez que te sentaste frente al espejo del tocador. Donde quizás pueda cerrar los ojos e imaginar a un niño sonriéndome bajo el agua.

Sostengo un catalejo con los dientes y visiono el tatuaje en tu muslo, escucho la respiración entrometida de los cerdos, las ruedas de las carretas chispeando en los caminos polvorientos del cowboy, la dulzura del último acorde de guitarra que provoca que Dulcinea muera en un hasta luego.

Me asomo a la mañana, a la siguiente mañana. Siempre la siguiente. Un gato campea sobre los muros y posa para el sol formando un acueducto de sensuales formas. Un mecánico se pinta los labios apoyado en el espejo retrovisor de un coche cualquiera. En una calle cualquiera. Me dice que está buscando el punto g que el vibrante corazón de todo hombre de hojalata posee. Me cuenta que trata de evitar que su mujer lo abandone.

Le contesto que él ha de ser muy hombre siendo muy mujer; que la ha de amar por lo que es, por lo que vale, por lo que cuesta hoy día formar parte de un espejo común. Y créeme, ya no me digo ni me repito aquello que tanto detestabas tú: ya no creo que la noche sea aquello a lo que algunos llaman "horca".

Te querré siempre.

A Mari Carmen y Carlos, con todo mi cariño.

J. DELGADO-CHUMILLA
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