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Pepe Cantillo | La maté porque era mía

No es la primera vez que, desde este medio, levanto la voz contra la violencia en general y, sobre todo, contra la violencia sexista. Y al ritmo que vamos, supongo que tampoco será la última. Ya nos gustaría a muchas personas, hombres y mujeres, que fuera el final. Como botón de muestra de lo que subyace en todo el entramado de la violencia sexista, ofrezco un titular de prensa de hace dos semanas, simplón, sin más trascendencia (¿!?): “Un aficionado en Utrera a una árbitra de fútbol: ¡Vete a tu casa a fregar!” (ABC Sevilla). Como comprenderán, esta frase es un grosero exabrupto. Agresiones verbales que pretenden descalificar e incluso despreciar. ¿Resabios de antaño? ¡No! Ofensa, falta de respeto, humillación a la mujer. ¿Ese deporte es solo para hombres?



Aparentemente, alguien podrá decir que es solo el reflejo de un calentón futbolero. Que es algo puntual porque mi equipo va perdiendo o porque la árbitra se ha equivocado. "No es para tanto…", se podrá aducir en defensa, porque no hay mala intención. Si escupimos conviene saber para dónde va el aire. Recordemos que de un calentón es muy fácil pasar a mayores. Valga de ejemplo las últimas mujeres asesinadas.

Si los celos mantienen rescoldo en el sujeto, si hay una separación, si "o eres mía o de nadie más", si "quien lleva los pantalones soy yo y ordeno y mando"… La cantidad de “síes” que se pueden invocar son muchos pero ninguno de ellos justifica la muerte de una persona, sea mujer –todas ellas en este caso–, hombre o criatura humana cualquiera.

Noviembre, el mes de difuntos, arranca con una mujer muerta a golpes por su pareja en el término municipal de Elche (Alicante). Suma y sigue con dos más en Liria (Valencia) abatidas, madre e hija, por el exmarido de ésta última que tenía orden de alejamiento. En Baena, otra mujer muere a manos de su pareja. En Vigo, un hijo apuñala a su madre. En Sanlúcar La Mayor (Sevilla), en Carabanchel (Madrid), en El Vendrell (Tarragona), en Marchena (Sevilla) ocurren las últimas muertes.

Hasta aquí datos de un noviembre trágico en lo que se refiere a violencia sexista. Los maltratadores suelen negar la situación, tiran balones fuera culpando a la mujer, incluso llegan a verse a sí mismos como víctimas de una situación que, dicen, no han querido y que termina por desbordarlos. Siempre me he preguntado por qué intentan matarse y algunos hasta lo consiguen. ¿Remordimiento? ¿Desesperación cuando ya es tarde?

Pregunta obligada. ¿Hay más muertes por violencia sexista que antes? Aventuro algunas explicaciones. Posiblemente sí por razones bastante simples. En el caso de la mujer, que es la más machacada, en otro tiempo podría soportar una situación de sometimiento y maltrato porque una sociedad machista en general lo toleraba. Hay que descartar la tesis de que el macho es biológicamente agresivo. La agresividad que subyace en todo esta sinrazón no es biológica, es cultural y no es un acto de locura pasajera.

Las muertes creo, sin miedo a equivocarme, aumentan más y más desde el momento en que la mujer va consiguiendo desprenderse del dominio del macho, desde el momento que exige mayores cotas de libertad, desde el preciso instante en que es capaz de resistir y oponerse a la arbitrariedad de la pareja, desde el momento en que la ley reconoce, de facto, dicho sometimiento y la ampara, aunque penosamente se quede corta la Ley.

Si repasan prensa de lo que va de mes, podrán comprobar que por todas partes se repiten más o menos los mismos argumentos. El homicidio de la pareja se va gestando en el día a día aunque el asesino no lo sepa. No hablo de premeditación y alevosía sino de un irse envalentonando y calentándose a fuego lento hasta que llega el momento en que la olla explota y ya es imposible dar marcha atrás. ¿Justificación? No, simple verificación.

La radiografía del agresor es amplia y difusa. Inseguridad, cambio emocional, estrés, celos, baja autoestima, falta de confianza en la pareja –sin motivos que la justifiquen–, depresión, cambios de carácter, alcohol y ¡zas! Llega la pérdida del control que da paso al fatídico minuto.

Durante siglos, la mujer ha estado discriminada. Hay un conjunto de causas que ayudan a explicar, que no a justificar, su marginación social, económica, cultural y jurídica. La mujer, en su espacio privado, tenía asignadas unas tareas sociales y era educada para ellas: matrimonio, maternidad y familia. Esta reducción al ámbito doméstico impide que pueda acceder al mundo laboral, cultural y científico, de ahí la defensa que se ha venido haciendo, a lo largo del tiempo, de la supuesta superioridad del varón. Pero eso cambió, al menos en los papeles y en gran medida en la realidad. ¿A qué precio?

Las mujeres han luchado para que la marginación, tan arraigada en nuestra educación y cultura, cambie por una igualdad con los hombres, en todos los ámbitos. Esto se debe reflejar en una sociedad justa e igualitaria en sus leyes, que en teoría existe, pero... Se hace necesario poner en valor la consideración y el respeto mutuo, la empatía con los próximos porque nadie es, ni debe ser, más que nadie.

Estos postulados de igualdad constituyen los principios del reconocimiento de los derechos de las mujeres en cualquier parte del mundo. El hecho de ser mujer no debe ser motivo de discriminación ni de privación de derechos. Por desgracia, no podemos decir que esto se cumpla plenamente, no ya en países subdesarrollados o fuertemente mediatizados por la religión, sino en el mismo Occidente desarrollado y valedor de los Derechos Humanos.

Por supuesto, tampoco en nuestro país los derechos de la mujer están plenamente conseguidos. Es cierto que lo están en el papel, pero en la realidad distan aún bastantes kilómetros para conseguir la plena equiparación. Una pregunta capciosa: ¿para qué queremos derechos si no se cumplen las leyes?

Sin embargo, aunque las leyes garantizan la igualdad, en la práctica, las mentalidades y las actitudes de las personas no han cambiado. Por eso, en la sociedad contemporánea, todavía subsisten muchos rasgos sexistas: “discriminación de personas de un sexo por considerarlo inferior al otro” (sic). Lamentablemente, la lista de mujeres asesinadas a manos de su pareja sigue en aumento en nuestro país.

Hay que plantar cara (a riesgo de que nos la partan) y decir basta a toda situación de opresión. Dar consejos es fácil, cumplirlos es arriesgado, pero la igualdad y reparar la injusticia exige un cambio de actitud, sobre todo en el hombre. Valores como empatía, respeto, solidaridad y otros, dignifican; contravalores como violencia, humillación, desprecio, denigran a quienes los practican.

¿Quizás el tema esté en que la ley es muy blanda con los maltratadores-asesinos? No voy a hacer una soflama populista a favor de la pena de muerte, pues estoy en contra de ella, pero sí es posible que sea hora de plantearnos penas más duras frente a una serie de despropósitos existentes en nuestro entorno. ¿Matar sale barato en una sociedad como la nuestra? La crueldad de estas muertes invita a reflexionar para no bajar la guardia, para pedir justicia sin saña pero sin misericordia.

Se nos llena la boca cuando vociferamos compañeras y compañeros, padres y madres, abuelas y abuelos, ellos y ellas –la letanía de abuso de género es continua– pensando que así hemos conseguido el objetivo de la paridad o la igualdad. Por desgracia, el uso de un lenguaje llamado “no sexista” no resuelve nada si no lo avalamos con obras y actitudes impregnadas de valores centrados en el aprecio de la persona.

Estamos enfermos porque hemos sustituido valores básicos como el respeto a la otra persona, sea hombre o mujer, la empatía, el derecho a ser diferente, la igualdad, la responsabilidad, la confianza, la asertividad, el esfuerzo e incluso valores como la autoestima y la autoafirmación, esenciales para enfrentarse al rebaño y decir no a la humillación, los hemos sustituido, repito, por lacerante desprecio y vil acoso.

“La maté porque era mía” es el título de esta columna que no quiere parecer frívolo bajo ningún concepto. En este país arrastramos una larga carga de sangre femenina. ¡Somos tan machos! que no podemos dejar que una mujer nos abandone o se nos enfrente o que simplemente nos dé de lado. Es hora de decir alto: ¡Basta!

Lo grave es que se están cercenando vidas humanas dentro de ese abominable subsuelo del mal llamado "género" (quiero recordar que el género no mata: mata un macho, o una fémina, o un joven o una joven). Mata un humano a otro humano sea del género que sea y por el hecho de “era mía…y si volviera a nacer otra vez la mataría”. ¡Basta!

¿Tan poco vale una vida que la segamos a capricho como si fuera una intrusa amapola? Para un creyente, sea de la religión que sea, la vida es sagrada o debe serlo y merece el mayor de los respetos, o ¿sólo es sagrada para las personas de mente abierta, libres de pensamiento, que creen en la libertad, en la con-vivencia cuyo principal gestor y agente es el ser humano?

Quisiera pensar –y creo firmemente en ello– que la vida es la razón de ser de nuestra historia tanto personal como colectiva. Sin la vida no hay nada que contar, no hay hazañas que gestar, no hay manos que tender. Sin la vida sólo hay una eterna oscuridad cósmica. Por tanto: ¡basta!

PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: DAVID CANTILLO
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