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María Jesús Sánchez | Desconectados

Hace unos años, un ser que yo no catalogaría de sensible me dijo que yo era muy romántica. Todo vino porque yo propuse un juego entre un grupo de personas que habíamos compartido un día en el campo. Hicimos un círculo y cada uno de nosotros debía decir algo bueno del resto de integrantes del grupo. No salió todo lo bien que yo hubiese deseado...



La mayor parte del tiempo hablamos para criticar o señalar defectos en los otros, no viendo nunca la viga gigante que tapa nuestros ojos. Por eso se me ocurrió que podíamos decirnos algo bonito, cualquier cualidad humana buena que hubiéramos intuido del otro en el poco tiempo que habíamos compartido.

Pero se me escapó una variable: había una expareja y la exnovia sacó el cuchillo afilado para humillar a una persona públicamente con la que había compartido una parte de su vida. No fui capaz de entenderlo, ya que yo creo que hablar mal de una persona con la que viviste horas importantes de tu existencia es como escupir a tu pasado, a tus recuerdos y a tu tiempo. Somos solo tiempo.

"Eres un buen amante aunque tu pene es pequeño". Los demás no sabíamos dónde meternos. Pero –y aunque son las llamadas "palabras asesinas"– todo lo que viene detrás de ellas anula lo anteriormente dicho.

Le pregunté al insensible –en el fondo no era más que otro equilibrista más, con un saco de carencias afectivas que colgaba de su cuello– qué quería decir con lo de romántica. Y me explicó que mi forma de ver los paisajes, de hablar, de buscar la belleza... eran características de una persona romántica.

Es curioso cómo vamos conociéndonos a nosotros mismos o, como diría mi psicólogo, nuestro autoconcepto se va forjando a través de nuestras relaciones con los demás. Y lo sorprendente es que cualquiera puede hacer de espejo, cualquiera nos puede reflejar con claridad una cualidad profunda nuestra.

Es verdad, soy una romántica empedernida. Hasta mi tristeza es romántica. Pero, sobre todo, donde hallo más romanticismo es en la soledad deseada, esa que busco cuando me escapo a la orilla del mar e imagino que soy una "principita" sentada en el borde de un planeta azul cuya única habitante soy yo. Desde la arena se puede ver el infinito, sobre todo cuando los últimos rayos del sol desaparecen dejando a las estrellas flotando en un eterno azul añil.

A veces consigo conectar con toda esa belleza, a veces mi cuerpo y mi mente conectan con el biorritmo de la madre naturaleza y entonces llega el equilibrio y, con él, el placer del ahora. No busco estar en otro sitio, no ansío estar haciendo algo, solo me dejo estar, ser y me uno a la energía del universo, volviendo una con ella y en ella. Eso es un momento brillante para mí.

El otro día lo intenté, pero no pude. Llevo un tiempo corriendo hacia ninguna parte, tratando de escapar de la realidad cotidiana. Los momentos estelares no llegan cuando uno quiere. Solo podemos abrir las puertas a las bendiciones de la vida, pero no exigirlas. Así que me senté frente al Mare Nostrum buscando el tesoro de la paz, deseando que viniese a mí desde el cielo en forma de pájaro, viento o yo que sé.

No vino nada de fuera. Solo durante un segundo mi lucha interna me dejó concentrarme en las olas salvajes que el viento de Levante cortaba sobre un cielo nuboso que poco tenía que envidiar al de Cumbres Borrascosas, mientras me acompañaba el último y magnífico libro de Ángeles Caso sobre las pioneras hermanas Brontë. La naturaleza enseñaba ese día su cara más apasionada con sonidos y colores que celebraban la vida, la fuerza, el ímpetu.

Estaba metida en ese torbellino de emociones y sensaciones cuando pasó un chico con unos cascos escuchando lo que fuera. No lo pude entender y no lo entiendo. ¿Cómo se pudo perder la música que el viento y el mar estaban interpretando con tanta pasión? Vivimos descontentos de lo esencial. Yo también, lo reconozco, me desconecto...

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ
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