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J. Delgado-Chumilla | Perros mudos

"El asesino en que todos nos podemos convertir algún día es aquel adulto que lejos de temer u odiar a los monstruos imaginarios de su infancia, reacciona ante aquellos que se han apoderado de los bonitos mensajes de la niñez y los han transformado en gatillos de sacarmuelas, en mentiras desoladoras". Mientras estuve prisionero en aquel campo tuve tiempo para pensar en mi primer asesinato, por qué se había producido, qué había cambiado en mí para cometer el crimen. No era el cuantioso botín en disputa ni las dos pistolas valientes que portaba en cada mano. No. No existen los secretos; no existen las verdades ni las mentiras.



Yo había decidido en aquel momento enfrentarme a mi propio exorcismo, olvidar los recuerdos y los fracasos, olvidar las bocas espectaculares de mi vida. Vencieron los demonios. Y he ahí que me contemplé cubierto de sangre, limpiando con papel higiénico mi cerebro recolectado. Eso fue lo que me motivó para hacer lo que hice, y de paso, condenarme de por vida.

Recuerdo la fuga aprovechando el desconcierto general originado por un ataque aéreo.

Recuerdo el bosque con cientos de puertas de oro. ¿Cuál abrir?, ¿serán puertas o serán patrañas? De la vida no me creo nada. Sólo creo en su mayor best-seller, la muerte, que cose cadáveres y vestidos. Y destaza las pieles y deja a los hombres sin cueros.

Igual desconfianza me inspiran las mañanas, que se descuelgan como lianas fláccidas sobre mi cabeza y me hacen retorcerme con el sabor ácido de todo cuanto antes creía bello.

Recuerdo cuando recobré mi libertad dejando tras de mí una granizada de balas. Y cómo abrí un túnel a mordiscos, en carrera, braceando en medio de vapores azules, escuchando la notación musical de la artillería golpeando todo cuanto quedaba en pie. Y cómo vibraba mi cuerpo con las zancadas a medida que se transformaba en lobo poderoso.

Me desplomé por agotamiento pero mis ojos aún se atrevían a ventanear las cumbres nevadas.

La hojarasca salía por mis poros, las puntas de ese mismas hojas goteaban sangres al compás de un minutero siniestro. Permanecí medio inconsciente junto a un vacuno eviscerado y un tipo muerto con la cabeza atravesada por un proyectil. Otro, más allá, uniformado, con un disparo una pulgada por debajo de la oreja. Una emisora centelleaba por doquier estridencias, chirridos, cantos patrióticos: la Fuerza Aérea estaba lista para actuar.

La muerte se estaba pintando las uñas. Y pintaba la siguiente remesa de soldaditos de plomo. Me iban a matar, era una certeza. Me arrastré con la nariz barriendo el suelo. Un tiro a la altura del muslo. Ya no podía disfrutar del alivio de ser sólo espectador.

Volví a desvanecerme y soñé que nadaba en un tarro de pintura verde. Y soñé con ese lago que tan sólo yo podía ver. Porque tú insistías en estar contemplando los tajos de un cuchillo donde yo veía un lago.

Un ruído intruso, un crujir de ramas, deshizo en humo la pantalla esmerilada de mi mente.

Con un gesto convencional como el de aquel que deja el abrigo en una percha escuché un "¿cómo está usted?" y a un tipo desdentado, con barba mal descañonada, que se estaba enchufando una botella de vino frente a mí. Vestido con pieles de oso y de una bárbara complexión, estaba sentado en una silla plegable junto a un fuego recién encendido. Despedía olor a tugurio, al moho cadavérico de las alimañas, y por su extraña sonrisa de inexpresión deduje que era uno de esos pobladores del bosque que no suelen prestarse al contacto con nadie. Sujetos que en su día escaparon de los psiquiátricos galopando a lomos de las apocalípticas tormentas.

Nos hallábamos en una pomarada de manzanos de sidra que me resultaba muy familiar. Hacía un tiempo bochornoso, todo parecía desplomarse sobre mí, las manzanas que antes brillaban, en ese momento se derretían como la cera. Me incorporé a duras penas y le contesté secamente que ya no obedecía órdenes de nadie.

Él no volvió a articular palabra alguna. No me pareció ofendido. Tan sólo me hizo el saludo militar llevándose una temblorosa mano derecha a la visera de su gorra. Con un movimiento raro de ojos, miraba y remiraba mi herida de bala en la pierna. Y negaba continuamente con la cabeza al verme con aquel rudimentario torniquete.

Hicimos la noche en aquel lugar. Él, bebiendo y eructando, gesticulando como un chimpancé a los espíritus. Yo, encogido y asido a mis pistolas, tosiendo y desgañitándome por dentro.

Un búho encaramado en una rama parecía susurrarme que había llegado el fin del mundo.

El inquietante personaje se sobaba constantemente los genitales por encima de un pantalón raído.

—¿Quién eres, soldado?, preguntó con la cadencia y tono propias de un niño.

Tardé en responder, sin saber muy bien qué decir. Con desgana -Un cartaginés sin ferocidad alguna.

—¿Eres un derrotado?

Ante su ingenua sonrisa, preferí ladear la cabeza e ignorarle.

—Yo soy un admirador de la obra de Dios.

Tras un breve intervalo, volvió a interpelarme.

—¿Para qué sirven?, señaló con los ojos maravillados las pistolas que sobresalían de mi camisa y calzones.

—Para nada.

—¿Sirven para masturbarse?

—Eso es.

—Cuando me masturbo lloro.

Y en esa carcajada bobalicona, espumosa y herida, comencé a marcharme mientras contenía el aliento.

Llegué a casa en un careo sigiloso. Grité buscando mi propio eco en ella, abrazándola toda, su armadura, sus paredes, sus columnas imaginarias, sus canas, sus jácaras y mojigangas: ¿No hay un té para un héroe de guerra de espaldas a la batalla?

Silencio. Después, estrépito de aleteos en el viejo roble.

Tras de mí, cenizas, un paisaje. Columnas de humo. Un parpadeo lento el mío. Silencio.

No estabas.

No estás. Mientras estuve prisionero soñé varias veces con tomar una hamburguesa. Una hamburguesa fría. En comerme las calles frías. En beber un zumo fluorescente. En alejarme de aquella tierra polvosa que no se pega a la mano. En sentir en el estómago que la televisión es humana y algún día daría el último parte de guerra.

La cafetera gotea un café grasiento, de arenas movedizas. Bebo de un vaso de papel y se desliza por mi garganta como una emisión de lava.

Pienso que no tardarás mucho en volver. No me lo digo muy convencido. Habrás ido a la ciudad para comprar ese T-Bone inglés que tanto me gusta y que compartimos dejando siempre el hueso en el centro,para luego barrerlo con mi brazo y besarte con el mismo asombro de siempre, apenas rozándose los labios como aquel que gatea en las paredes escarpadas de un acantilado.

Cuando sueño que te tengo, despierto abrazado a cáscaras de arroz como todo embalaje de un ataúd vacío de esqueletos.

Vago aún por tu canción de cuna. Me quito el pasamontañas y hago ris ras con la foto que me devuelve el espejo. Ese espejo está demasiado afilado, a barbera, no me gusta. Déjame entrar, ordeno, increpo, acerrojo el fusil, me encolerizo. ¿Estás ahí, Moka?. Un estallido de cristales, narcisos vomitados por una carga de caballería; le he dado muerte al espejo haciéndolo pedazos. Pedazos que han escapado convertidos en tus pasos congelados.

La soledad no necesita orden de allanamiento, me digo, observando la puerta, observando un pozo, observando una estocada. Lloro lágrimas mías en un monte que no es el mío. Tal vez no sean mis lágrimas y sea una mueca engañosa y siniestra de una marioneta arrumbada en un desván. O tal vez sean las lágrimas prestadas de los perros o de los lobos.

Hay fragmentos de plomo en la carne de tus tartas, en los suspiros de esas cartas que nunca me enviaste.

Meto el cazo en cualquier garganta, en cualquier calzada hundo mi canoa. Y no estás.

Pasan las horas. Hago un agujero en la sopa, devoro galletas desmigadas derrumbado en el suelo, enroscándome en ese suelo que pisabas descalza. En ese suelo contra el que te lancé y metí fuego a tu mapa celeste mientras te violaba.

Vuelvo a enfrentarme a la ventana. Los pastos han perdido peso. Estoy arrepentido. La guerra me ha hecho cambiar. ¡He vuelto, Moka!

¿Recuerdas aquellas tardes de cometas en que tus besos escapaban por los techos y tu pasabas a caballo por las tumbas a lápiz del viejo cementerio gótico?

Oigo teléfonos repicando al unísono. Pero no tenemos electricidad en la cabaña. Sin luz, los mosquitos, las hormigas gigantes, me muerden y me pican como si fuera un niñito. Las ratas, los alacranes, la Gran Nación Zulú, me pican, me pican, y me aparecen en mi plato de comida. Aguijones. Sin luz los bichitos son monstruos. Sin luz no puedo leer durante la noche. Y así no mejoro, ni vivo. Y el diseño aguerrido de mi sombra no tiene los mismos galones que cuando prende la luz.

La cera de la vela tarda en derretirse. Un violín colorea las flores al tiempo que suena un viejo cuchillo en la chaira. Yo acaricio la mesa y sorprendentemente me acompaña un piano.

Trato de dormir pero el techo no cesa de imprimir carros de combate en hojas de papel que caen lentamente en un vals sin fin.

Hoy se oye negro. Sabe a negro. El cielo de la luna es negro. ¿Habrá bajado hasta aquí esa negrura?

El cielo de la luna es negro porque ya se ha comido el pan, o le ocurre lo que a todas las platas sudadas.

Deseo pasar un cepillo suave por todo lo negro y así dejar de tener miedo.

Recuerdo tu marcha, habíamos discutido. Por aquel asunto del joyero y su revólver. Por aquellas baratijas que traía en mis bolsillos.

Tú, rodeada de tu equipaje, sentada sobre la hierba. Yo era un gato pálido y delgado.

Te marchaste sin más.

Toda mi guerra ha sido la de volver contigo. Buscar la manera, la falsificación, correr los arroyuelos para tratar de alcanzar tu barco.

No tuve más guerra que aquella en la que acabé luchando con el polvo. Allí, tras las líneas, barriendo los campos con los prismáticos pegados a la cara, lanzándo asaltos día y noche terreros abajo. En un continuo estado de convulsión.

Caí prisionero cuando el enemigo tomó la ciudad.

Soporté encogido, a campo raso, el bombardeo de la artillería. La cara, oculta entre mis rodillas. Pensando en Dios, escuchando sus consejos, tratando de mantenerme caliente. Mediante la obediente inteligencia, sólo así. Los ojos azulgrises de una anciana me transmitían una enorme sensación de paz. Y recordar los maíces bailando al viento. Y la avena en verde. Y el trigo cuando cabecea sin raspa. Y pensar en tí, fijarme en tí aunque fueras una aparición mariana. Pensando en que te volvías loca con mi mandíbula hermafrodita, que lo mismo comía de tu queso que de tu membrillo, de tu melocotón y de tu lima.

La luz de los misiles se balanceaba sobre nuestras cabezas y abría otras brechas lumínicas a lo lejos. Sabía distinguir un obús de un misil por el vuelo de las ovejas. O por los calambres del suelo. Las madres trataban de resguardar del daño a sus hijitos pero los actos de fuerza se sucedían uno detrás de otro. Y malvivía en un extraño dulzor adrenalínico, tal vez deseando para mis adentros que me matasen cuanto antes. Quizá, cuando fijaba la mirada en el horizonte y podía percibir el perfil suave de un tsunami. La muerte, por fin.

Patrullas enloquecidas, patíbulos improvisados, rehenes, y al final, la misma vacuidad, exacta vagotonía de aquellos que formaban temblorosos para ser fusilados. Como en las peores guerras tribales. A lo lejos podían divisarse las altas crestas de las montañas nevadas y muy de vez en cuando, el vuelo de unas brillantes mariposas te hacían olvidar el envejecimiento prematuro.

Bajé de la vagoneta de hojalata, maloliente y con barrotes a ambos lados. Rodeado de rostros devotos, rostros desbaratados por la violencia, por el rigor de los castigos, por el terror imperante. De aquellos que sobrevivieron de entre los racimos de gente en desbandada. Podía oir el ruido metálico de los cinceles y las mazas derribando las paredes de aquellas casas desmenuzadas que habían sufrido los efectos de los bombardeos.

Han pasado demasiadas horas. No regresas. Salgo al porche por si te veo. De nuevo la negrura. Y ese zorro que merodea y navega por todas partes. En la pared blanca de la luna te sueño, anoto los días, y espero verte salir por sus orillas, en la sombra.

Contemplo el viaje de una araña a través del aire, del veneno, viaggio di un poeta a la morada de la seda y el tenebrismo. Bebo para calentarme del frio polar y, sin embargo agarro un frío siberiano.

Y es en este momento cuando, movidos por unas extrañas fuerzas, mis pies me conducen a través de la oscuridad del bosque donde me empiezo a deslizar como ascua incandescente.

Y de repente recuerdo aquel tiro en la niebla como si hubiese sido dirigido a mí. Me duele ahora.

Iba tras de tí aquella noche. Me detuve, jadeando como bestia, y apagué mis motores para escuchar el monte. Tragué saliva y repasé mis labios secos con la lengua. Metí algunas balas en el rifle tras escuchar la respiración de un jabalí.

Ocurrió todo muy rápido. Había una tranquilidad fría en el bosque. Y una extraña conversación en voz baja de los pájaros. No recuerdo qué pasó, si fueron los nervios, el miedo, la furia. Tan sólo sé que apreté el gatillo y el arma se encasquilló. No asenté bien las balas, quizás fue el muelle del elevador. Volví a colocar rapidamente una de las balas y disparé a aquellos matorrales.

Te llamé a voces, tambaleándome, aturdido por la humareda que había provocado el viejo fusil Remington que me regaló tu padre.

Cuando ya empezaba a clarear te vi allí, entre aquellos manzanos de sidra. Tenías la garra de un oso, el mordisco de un león, en tu camisa ensangrentada. Estabas desnuda en tus extremidades inferiores.

Traté de frotarte el corazón como el avaro frota la moneda de oro. ¡Joder! ¡es un tiro, es un tiro, Dios mío, Dios mío, Moka! Di un alarido y descubrí que yo aún llevaba firmemente agarrada la botella de whisky que había en casa. Tiré el rifle, aquel infierno que me invadía el cuerpo. Y recordé a base de relámpagos en mi cabeza. De unos minutos antes en casa, tal vez unas horas.

De cuando empecé a beber de forma compulsiva y tú me gritabas, y yo arañaba los muebles y te pegaba, y la sangre caía en la moqueta junto a tus lágrimas. Te volviste estatua, no parpadeabas, te derramabas en silencio, tu pecho palpitaba en oleadas.

Saliste corriendo. Y yo estaba mudo, incrédulo, hirviendo en mí un desaforado sentimiento de odiosa vergüenza. Y así, tranquilo, sosegado, paciente, me convertí en uno de esos perros mudos de agarre. Perros que no ladran, perros que se matan entre sí, bestias que aguardan a que al amor de su vida se le haga tarde en los trigos. Salí de la casa con frialdad en mis pasos. Chupando una colilla. Recogí el retrato roto del Presidente Milosevic, el que tú habías arrojado culpándolo de nuestros males. Recompuse mis ropas y empecé a caminar con paso firme y un rifle entre mis manos.

Y allí que te enterré, entre los manzanos desleídos. Y cuando regresé a casa, los bombones que comías en la bañera esa misma tarde estaban infectados de gusanos.

Ahora sé, sé que ya no volverás, que estás entre los manzanos donde yo sabía que te había soñado.

Me arrodillo ante el espejo destruído y me embadurno con harina lentamente el rostro. Me cuadro de forma marcial ante el retrato del Presidente.

Ahora sé que soy capaz de seguir con mi vida.

A aquellas mujeres que han sufrido y sufren violencia,
vejaciones y humillaciones a manos de sus parejas.
A todas ellas.

J. DELGADO-CHUMILLA
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